martes, 26 de junio de 2012

El niño que lee (sin playa)

Nunca he entendido por qué la publi, la tv y el rumor general andan siempre celebrando la llegada de las vacaciones con la playa como salida natural, obvia y mayoritaria. Yo conocí el mar una sola tarde a los 8 años y no volví a verlo hasta que mi tía Pi me invitó cinco días cuando tenía 15. Más tarde viajé mucho al mar -los mares- que siempre me pareció el centro del mundo agredido por la playa, el ruido, los playeros y sus hábitos. En mi barrio de los 70´s y 80´s casi nadie iba al mar con excepción del algunos privilegiados que veraneaban una semana en MiamiPlaya(!!) o lograron comprar un apartamento en Salou. La mayoría huía al pueblo de sus padres o sus abuelos que ya era su pueblo -como yo- o se quedaba en casa durante todas las vacaciones. El pirineo en esos tiempos entraba en la categoría de "mi pueblo". Luego llegaron los campamentos de los coles que me parecieron siempre la maldición perfecta contra el respeto, la diversidad y el pensamiento. En mi única vez, se me ocurrió echar una novela en la mochila para escándalo de monitores y niños. Lo defendí con toda mi pluma y jamás volví a un infierno como ese.
Las vacaciones para mi (y mi barrio) eran la yaya y el pueblo. El río, si bajaba agua, los palos, los huertos, las arboledas... Luego las primeras cañas y cigarrillos que jamás aprendí a fumar y las primeras aventuras sexuales que yo tuve que buscarme en la ciudad.
Yaya, el calor, los árboles y el pueblo eran también novelas, casi siempre prestadas o conseguidas en una incipiente, desordenada y voluntariosa biblioteca municipal donde se jugaba a marro y a la pelota y en la que había que hurgar entre las novelas inconvenientes para encontrar algo interesante.
Yo venía de conseguir que me regalaran dos libros de Enyd Blyton al año (los malos tiempos no son nuevos para una familia obrera que debe ajustar sus gastos). Desarrollé una vocación temprana por el periodismo con Tintín aunque jamás se vio que publicara nada, y que ya se solapaba con un deseo teatral, escénico en general, que teñía muchos de mis juegos. Pero fue en las vacaciones de verano donde descubrí América.
En una tórrida y desesperante tarde de agosto en la que aprendí a asumir el incansable canto de las chicharras como un mantra refrescante (aunque no supiera ni de la existencia de la palabra mantra), cayó en mis manos Pedro Páramo. Quizá atraído por el sonido de un título evocador de misterios o por la energía que surge de las manos de los lectores ansiosos. No sé. 13 años. Apenas 200 páginas. Y me deslumbró. Capte la parte de la historia que fui capaz. Para mí, una historia de misterios, muertos, sonidos espectrales en la noche, amores impuestos y malogrados, soledad, calor, tiranía. Inolvidable la muerte de Pedro en los brazos de Damiana Cisneros a punto de almorzar. O su comienzo: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre. Vaqueros, pistolas, sol aberrante, violencia, sin la simpleza, para mi atosigante, de las películas de vaqueros que jamas pude soportar.
Pedro Páramo fue para mi la puerta al atrevimiento de las novelas de los mayores. Había leído Robinson Crusoe que aún se considera una novela juvenil, había notado una morbosa relación entre hombres que también desee, el dolor que puede causar una aventura y las posibilidades de salir triunfante, África, las visiones producidas por la desesperación. No entendí la disidencia de la restauración ni las ansias independentistas frente al imperio español, las dudas religiosas o las posturas políticas de Defoe. Lo que demuestra que cualquier niño puede leer cualquier cosa y hacerse adicto a las novelas porque leerá y vivirá lo que sea capaz de comprender más allá de lo que otros decidan por él.
Pero entonces llegó Anna Karennina. El amor, la entrega, la traición, la belleza, los bailes, los hombres guapos (dije apuesto un par de veces y me gané semanas de sospechas). Yo quería ser Anna, victoriosa por el amor y luego, vencida por el amor, la heroína de la honestidad y el valor frente a tanto hablador inútil que se refugia en las palabras para esconder su cobardía.
Y luego la desvergüenza de la McCullers en Reflejos de un ojo dorado, el sexo, la desnudez, la ambigüedad que, por supuesto, no lo era para mí, la espera, la tensión que desbarata a quienes parecían ser hasta entonces razonables. Y Faulkner, que me hizo sentirme tan diferente y habitante de un planeta nuevo. Y mi primer aldabonazo de conciencia: Las uvas de la ira, la miseria, la explotación, la solidaridad y el niño que ve morir de hambre poco a poco a su padre consciente de que le da el pan duro del día a su hijo porque dice que ya ha comido.
Las novelas difíciles e inadecuadas para un niño me salvaron del calor, hicieron grandes mis veranos, me abrieron los ojos y el cerebro de par en par, me volvieron raro, me hicieron mejor y me trajeron a un mundo al que estaba predestinado.
En verano conocí también a dios, la deidad que me sirvió un larga temporada, la que se tarda en leer 2000 paginas gloriosas: Sthendal, donde uno se escapaba de casi todo, la desobediencia, donde era posible recorrer Europa a caballo en dos días por la libertad y las ideas propias, donde se amaba y se era amado. Napoleón y los curas. Lo nuevo y lo mísero y caduco.
Todavía tiemblo si reabro Rojo y negro o La Cartuja de Parma, novelas distintas años más tarde de las que capté en ese momento. Pero durante mucho tiempo, no había nada en el mundo mejor que esos tochos amarillentos y de letra diminuta que no eran para mí y que durante dos meses nadie más quería leer en aquella cutre pero bienintencionada biblioteca de mis 12 y 13 años que solo abría dos horas cada martes.