
Los europeístas
convencidos, que leemos con devoción y reflexionamos con avidez sobre las
palabras de Erasmo y la vieja Europa raptada por la banca y las mentiras, y que
debe reconstruirse sobre valores de paz, convivencia y lazos con un mundo que solo
tiene fronteras para pedir pasaportes, aún soñamos con Europa. Stefan Zweig
representa esos valores y los describe con una prosa tan poderosa y emocional
que puede ser perfectamente un catálogo de europeísmo progresista y pacifista
que vamos necesitando. Sobre todo en El
mundo de ayer donde no cuenta nada que no se sepa por los libros de
historia, la prensa de la época, los tratados políticos, los utópicos alemanes o la poesía francesa, pero
donde lo cuenta desde el punto de vista de un europeo que elije el continente
como patria sentimental, se agarra a sus referencias culturales y las vive con
pasión, narradas sentimentalmente y añadiendo sentimientos a los hechos con los
que Europa se encumbra y autodestruye. Sus horribles delitos y fallas y la
posibilidad de un sueño en el que Zweig milita incansablemente. Hasta que se
cansa y pone fin a su vida en 1942 con los totalitarismos y la represión hundiendo
el suelo que él amaba y del que había huido y al que había vuelto docenas de
veces.
Vendió
más libros que nadie, estrenó obras de teatro, fue aclamado e insultado y disfrutó
del gran valor de su prosa y su sabiduría como ensayista y biógrafo (un
biógrafo de estilo muy personal) y hasta de sus novelas menos valiosas. Hoy
como novelista quizá no arranca tanto como quisiera, le fallan las ideas,
pero como ensayista es un prosista genial, delicado, preciso, romántico y dotado
de gracia.
Cuando
decide suicidarse junto a su compañera con 61 años, en 1942, ella muy enferma y
el muy abatido y profundamente dolido por la victoria nazi y la que vislumbraba
como una larga, larga, larga época oscura en su adorada Europa de cafés,
escritores, pensamientos, revoluciones y progresos políticos, abocada ahora al
desastre, sigue soñando un sueño: Europa unida y en paz. Es Erasmista, culto,
anclado a las raíces culturales europeas y abierto a todas las demás en un
tiempo de estúpido ofuscamiento nacionalista y con dos guerras mundiales.
Zweig
pelea como puede contra la guerra y por el entendimiento mutuo. Habla, escribe y
actúa incansablemente por la “fraternidad universal porque cree y practica que como
“escritor tenía la palabra y, por lo tanto, la obligación de expresar sus
convicciones”, forja nuevas relaciones con intelectuales de los piases enemigos
“con el fin de trabajar conjuntamente en la construcción de una cultura europea
y de paz” en unas décadas en la que “la presión en contra era cada vez más
abrumadora”, y traza una cadena intelectual de mensajes culturales que ruedan por
Europa sin contar con el glorioso invento de twiter o internet. Rechaza las
armas y solo participa en el frente como sanitario de Cruz Roja. Vive en Viena,
Zúrich, Londres, en Salzburgo, en París, pasa por Moscú, Madrid, Berlín… y se
suicida en su última casa: Petrópolis, Brasil, país al que ama enseguida.
Colabora con Joyce, Strauss, Bernad Shaw o Freud. Cita a Goya, Bach, Tolstoi, Dostoievski,
Blake, Goethe, Gorki…. Y siempre habla de su patria única (en el sentido
pacífico de raíces culturales) que es Europa, “la patria que había elegido mi
corazón a partir del momento en que esta se ha suicidado… con la más terrible
derrota de la razón y del más enfervorecido triunfo de la brutalidad”.
El
final de El mundo de ayer es
arrebatador y eternamente premonitorio: “Europa, nuestra patria (…) sería
devastada más allá de nuestras propias vidas (…) ¡Cuántos infiernos habría que
recorrer todavía para llegar a ella!... Pero toda sombra es, al fin y al cabo,
hija de la luz y sólo quien ha conocido la claridad y las tinieblas, la guerra
y la paz, el ascenso y la caída, solo éste ha vivido de verdad”.
Todas
estas características lo convierten en una lectura necesaria y esencial para
los estudiantes de secundaria de las escuelas europeas. Pero nadie ha decidido
que así sea. A modo de tratado de la historia, los sueños, de las viejas y
vigentes utopías europeas, de la cultura de un continente que alumbró
pensamientos, artes e ideales exportados a los soñadores de todas las esquinas
del mundo. En ese libro, que se puede deglutir como novela pero que es un
ensayo, o que puede analizarse como un ensayo pero que es una narración de
aventuras, sueños y pesares, está la esencia de la vieja Europa. De la paz, de
la unidad del continente y de su progreso material y espiritual.
Hay más
deliciosos libros de Zweig, por supuesto: la brillante lección de hipocresía política
en Fouché; la visión cultísta de las
relaciones humanas y entre géneros en la biografía de María Antonieta; su afirmación del poder del pensamiento frente a
la violencia en Castellio contra Calvino;
o su humanismo en Momentos estelares de
la Humanidad. Pero El Mundo de Ayer
somos, de algún modo, nosotros hoy.
Trabajarlo
en las escuelas enseñaría muchas cosas: cultura de paz entre otras, y que el
sueño europeo puede salvarnos a pesar de la infinitamente desgraciada gestión
de su rancia y derechista casta política actual.
Es una
propuesta.