domingo, 29 de septiembre de 2013

El Programa electoral como contrato*

Necesitamos que el programa electoral con que se concurre a las elecciones sea un contrato legal con el pueblo en el que, según la Constitución, reside la soberanía. Su incumplimiento significaría el fin de la relación laboral del gobierno. No haces aquello que prometiste hacer, te vas.
De ser así, este gobierno sería ilegitimo. Solo por combatir este masivo Síndrome de Indefensión Aprendida (Martin Seligman) que nos borra el pasado y oscurece el futuro, recuerden: “No subiré el IRPF (19.12.11), “No recortaré sanidad, pensiones y educación” (03.11.11), “La Amnistía fiscal es impresentable” (junio2010). Entre paréntesis están las fechas en que se gritaron las promesas. En su programa también se lee: “Mantendremos las pensiones junto al IPC”, “No habrá rescate” y otras cosas sin importancia para nadie excepto para casi todos los españoles.
En un concepto profundamente democrático de la política y la vida para el que nos faltan años luz, sería algo cotidiano, incluso las élites del país serían modélicas y no aprovechados forrados en negocios oscuros y seres sin ilustración cuyo merito básico es encandilar en la tele. Pero no es así, no sirve un simple contrato ético, necesitamos un contrato de valor jurídico. No es tan difícil. Hay incluso alguna referencia que podríamos usar como punto de partida. La propia Unión Europea prevé en sus artículos 2 y 7 sanciones para la violación de los principios democráticos. Y la Convención de Viena de 1969 habla en su art. 26 de la obligación de los representantes de los estados de “actuar de acuerdo con sus compromisos”. Normas en las que hoy se mean muchos dirigentes políticos y todos los financieros. Pero todo es empezar. Podríamos incluso incluir en la Constitución, la misma cuyo art. 1 proclama el “carácter social del estado”, la obligación del cumplimiento de los programas electorales que, de violarla sin mediar referéndums decisorios sobre cuestiones esenciales, convierta al gobierno en ilegítimo y anule sus poderes. También es fácil, modificar la Constitución lleva un par de horas según demostraron Zapatero y Rajoy incluyendo de noche y en secreto la norma del déficit cero. Estados como Suiza someten a referéndum cosas que aquí la mayoría gubernamental ni siquiera somete al Parlamento excepto nominalmente y con las orejas cerradas.
Lo hemos reglamentado casi todo menos el mercado financiero, seguramente la actividad menos regulada del mundo y que, entre sus pocas reglas, convirtió en norma legal las actitudes de la mafia de los años 20, superadas hoy por el capitalismo financiero (La balada de Al capone, H.M. Ensensberger). Hasta las compañías de telefonía móvil imponen una penalización por abandonarlas antes de lo firmado en un contrato que nunca pudiste pactar. Pero el poder no. Al parecer, el poder es una cosa muy seria para que nos lo dejen a la gente.
Que el programa electoral sea un contrato es esencial. Sería una simple práctica democrática si la democracia fuera real, si la mentira no fuera el discurso diario, si el parlamento no exudara esa retórica para iniciados alejada de la vida en la calle. Pero lo llaman democracia y no lo es. Lo nuestro es recetas alemanas y consecuencias griegas.
*Publicado en El Periódico de Aragón en 29.09.13

miércoles, 18 de septiembre de 2013

¿Por qué no reaccionamos ante la injusticia?

¿Por qué no reaccionamos ante la situación social que estamos soportando? ¿Por qué no hay una reacción global o muchas reacciones individuales a la injusticia?  Quizá porque lo que algunas personas percibimos como injusto no lo es para otras muchas. Pero sobre todo, porque no existe la percepción de que las causas que originan esa injustica pueden modificarse
El sentimiento de rabia o de rebeldía de modo innato o irracional se tiene o no. La opinión sobre la injusticia se cultiva mediante la ideología y la razón. Pero la razón y la ideología tienen también una parte irracional. Privilegiados que ahogan y sacrifican su posición en pos de los desposeídos entregándose a causas de justicia social (unos pocos) y desposeídos, sometidos y empobrecidos que asienten ante la injusticia y el poder que les oprime (muchos). Tiene quizá mucho que ver con las emociones tanto (o más) que con la razón. Por supuesto, entran en juego la cultura, la educación, la capacidad intelectual, el régimen que nos ha formado, etc...la formación de la ideología. Pero las emociones son esenciales porque la concepción del mundo que se tiene por parte de la mayoría suele haber sido "absorbida acríticamente por los diversos ambientes sociales y culturales en que se desarrolla la individualidad moral" de cada quien, en palabras de Antonio Gramsci.
Eso hoy, se llama Síndrome de Indefensión Aprendida (IA) que te hace creer que tu propia conducta no tiene influencia ni consecuencia posterior en los hechos.  Y eso se aprende de modo consciente e inconsciente, se relaciona con el pesimismo o el optimismo y con la falta de memoria relacional, se vincula a lo experimentado en la vida y explica el miedo a la libertad y a la decisión y las ansias de subordinación.
Y mucha gente no asume que las causas que generan una injusticia, aunque la viva como tal, puedan ser modificadas. Y eso es lo que más deshumaniza a la humanidad: no reaccionar bien o mal, sino no reaccionar. No interactuar con el medio, dar las cosas por obvias, únicas, inmutables.
Hannah Arendt (si, la de la banalización del mal, la de la peli de Von Trotta sobre judíos colaboracionistas de los nazis, la filosofa sobre la violencia política) reflexiona en Sobre la Violencia acerca de la rabia y el uso de la violencia como respuesta social para cambiar cosas. “El más claro signo de deshumanización no es la rabia ni la violencia sino la ausencia de ambas. La rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento. La rabia solo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse las condiciones que nos abruman y esas condiciones no se modifican. Solo reaccionamos cuando es ofendido nuestro sentido de la justicia”.
Y aquí, quizá, reside una de las razones de la desesperante falta de reacción activa y posición de la mayoría ante lo que se nos viene encima, la idea de que se viene, no la idea de que nos lo echan. Alguien, por algo, de alguna forma, en un momento concreto. No un origen etéreo sino un origen definido.
El sistema cultural ofrece tantas posibilidades para la toma de conciencia como para lo contrario. Aunque lo fácil sea optar por lo contrario: la banalidad, la superficialidad, el consumo rápido, la indolora inconsciencia, eso que ¿Shakespeare? llamaba la felicidad de los conejos.
En un apéndice de Por El bien del Imperio publicado  un poco más tarde, el historiador Josep Fontana escribe: "la mayoría de los políticos, sobre todo de izquierdas, creen que la gente piensa siempre conscientemente y que, si se les dan los hechos, la mayoría razonará las conclusiones correctas. En realidad, el votante se alimenta de noticias y análisis que recibe de medios de comunicación afines a su modo de pensar y sentir. Comienza evaluando los hechos políticos emocionalmente, de acuerdo con un trasfondo de ideas morales firmemente asentado en su interior (...) y a partir de aquí la mente opera hacia atrás llenando, o inventando, hechos de acuerdo con este trasfondo interior".
Y claro, la izquierda transformadora, el "pensamiento democrático", no cuenta con las estructuras de poder de comunicación con que sí cuenta la derecha. Esto es también un factor.
Por eso resulta, creo, tan urgente, uno de los caminos esenciales del cambio social que siempre andamos dejando para otro día: otro sistema cultural alternativo a éste que permite generar mayorías adeptas. Igual que en las grandes tragedias de la historia: las minorías o los generales hicieron porque las mayorías aceptaron o no se sintieron implicadas.  La banalización del mal, de Hannah Arendt. ¿No?

Puedes leer también: http://blog.fernandorivares.com/2013/09/otra-cultura.html

domingo, 15 de septiembre de 2013

La Clase Media*

Hace dos años casi un tercio de la población española se consideraba clase media (encuestas del CIS). Muchos, porque no se sentían clase trabajadora y no se atrevían a pronunciar algo por lo visto tan cargado de ideología y sin glamur. Hoy ya no se sienten. Pero nunca lo fueron, fueron trabajadores asalariados que vivían (algunos bien) exclusivamente de su sueldo y de las condiciones de protección que ofrecía un estado de bienestar incipiente y maltrecho que hoy camina por debajo de sus cimientos. La clase media es aquella que posee recursos para vivir sin depender de un salario a cambio de su fuerza de trabajo. Si el sueldo que recibimos es alto y nuestras exigencias básicas están más que bien cubiertas, no nos convertimos en clase media sino en trabajadores bien pagados. Porque si ese sueldo desaparece como ocurre a cada vez más gente, no comemos. Y si se reduce y vivimos sin un estado social, nuestras necesidades básicas corren peligro. ¿Apocalíptico y radical? No y si. Apocalíptico no, porque tal afirmación no vislumbra el fin de la civilización sino la transformación rápida a un modelo social distinto y peor. Radical sí, porque habla de la raíz.
Pero apenas existe la clase media. Cuando un país es próspero y roza niveles de justicia más o menos generalizados, la mayoría de su población vive en mínimos estándares en la que tiene asegurada una vivienda digna, alimentación, cultura, transporte, educación y atención sanitaria, además de aire respirable y un medio ambiente habitable. Pagados con recursos públicos porque la mayoría de los recursos son propiedad de la comunidad y producidos por el esfuerzo de todos para todos. Aquí no. Lo que ayer eran derechos humanos básicos que debíamos ampliar y afianzar son hoy excesos que hemos cometido nosotros.
El lenguaje utilizado para embutirnos tales ideas como carne picada en un intestino no se parece en nada a la argumentación política, no tiene ningún rasgo de lenguaje ilustrado y racional como se debe presuponer en seres alfabetizados con todo un sistema cultural (defectuoso y a la baja, sí, pero sistema cultural) a su disposición. Es lenguaje publicitario. En ese lenguaje traicionero nos dicen que hay que emprender, crear empresas y no sé qué cuentos de salidas individuales a la crisis-estafa. Lo que significa que “cualquiera pueda lograr mejorar su situación personal”. Pero no se trata de que cualquiera pueda lograr sino de que todos la logren, una diferencia no sólo semántica sino económica y política. Un sistema que abrace a todos por igual y un poco más a quien más lo necesita.
 
Hoy hace justo cinco años de la quiebra de LehmanBrothers (15/09/08) algunos de cuyos culpables son hoy miembros del gobierno. Esa quiebra no anunció lo que llaman crisis sino que la desveló. Desde entonces, la mayoría de las personas hemos perdido derechos, oportunidades, recursos y servicios. Algunas, la vida y la dignidad. Y esas necesidades básicas de todos y para todos (vivienda, alimentación, cultura, transporte, educación y atención sanitaria) no están en la agenda del gobierno y de quienes le mandan, y no caben en su modelo. ¿Suena viejo, no? Muy viejo, eso es lo peor.
* Publicado en El Periódico de Aragón el 15/09/13

viernes, 6 de septiembre de 2013

Otra cultura

El capitalismo no es sólo un sistema económico, es también un sistema cultural, con su imaginería, sus símbolos y sus relaciones mercantiles que, descarada o solapadamente, definen las relaciones humanas, afectivas y emocionales.
Estamos desgraciada y hastiadamente acostumbrados a que las cifras condicionen toda política cultural cuando la hay (que son menos veces aún de las pocas que parecen): precio, asistencia, éxito económico.... un sistema contable neoliberal destructor de toda cultura no acomoda y acomodaticia. Si la cultura circula por los mismos canales y principios de distribución que cualquier mercancía, es una cultura de élite o sin valor (en los dos extremos), mero consumo. Lo cual no significa que lo mayoritario sea malo y lo minoritario sea bueno, esa es una excusa manoseada y falsa. Si no se rompe esta costumbre estaremos reforzando la trampa en la que llevamos más de un siglo atrapados: o eres un elitista o un pobre mental, o consumes simpleza o incomprensión.
El viejo y anhelante sueño, que algunos mantenemos vivo, de la cultura para todos y de una cultura social distinta no se ha terminado. Lo que ha ocurrido no es que la cultura no interese de verdad a casi nadie, sino que ha vencido el impuesto ocio cultural banal del mercado, apuntalado por buena parte de nuestro gran sistema cultural. La cultura que no cuestiona, la que no critica ni reflexiona, la que no cambia ni genera nuevas identidades sociales.
Estas cuestiones, en especial la definición y necesidad de generar un sistema permanente alternativo cultural en la creación, la distribución, las relaciones laborales del sector y la filosofía que destilan (como tiene híperasentado el neoliberalismo) lo explica muy bien el filósofo francés Michel Onfray, animado por su espíritu libertario, en Política del Rebelde, un libro estupendo, radical y optimista sobre la resistencia y la insumisión para crear antes y ahora mundos distintos.
En palabras de Onfray "no es el fin de la cultura lo que ha pasado sino el advenimiento de un catecismo de masas tanto más simplista y apto cuanto más rígidas se hacen las posiciones elitistas" asumido, alentado y vendido universalmente, que pasa por cultura y aceptado institucionalmente porque tiene éxito numérico. La utilidad social no medible en parámetros neoliberales es otro cantar. Exactamente como el nuevo reparto del mundo: los muy ricos y el resto, un modelo capitalista.
Algunas llamadas políticas culturas de instituciones y entidades progresistas muy bien intencionadas, son poco más que amplias programaciones asequibles (a veces) en precio. Está muy bien, pero no es suficiente si no sirve para ayudar a entender el mundo, hilar causas con consecuencias y liberar la mente y el cuerpo.  En términos prácticos evidentes (los más importantes, tardan en verse si no se quiere mirar) son las grandes inversiones públicas beneficiosas para los poderes económicos e inútiles para los paganos que se hacen mientras se recorta lo que sostiene a una sociedad más o menos equilibrada.
Necesitamos una "mística de izquierda", no se si acertado este nombre que usa Onfray, un sistema distinto en la práctica y los objetivos, políticas que generen amor critico por el saber, lejos del consumo, del esteticismo y la élite, no?