
Una de las terribles consecuencias, puede
que no del todo valorada, del desprecio literario de la mayoría en un país en
el que el 58% declara no leer nunca nada es el modo en que hacemos uso del lenguaje. Destrozado,
reducido y pervertido por su falta de uso hasta el punto en que se dificulta la
comunicación de todo tipo (política, sentimental, personal y de convivencia)
con quien no es capaz de entender el significado real de las palabras pese a sus
títulos de la escuela básica obligatoria, reducida por momentos a la creación
del productor barato que el sistema necesita. Esta queja dolorida
ya la expresaba Petronio al comienzo de su Satiricón,
presumiblemente escrito en torno al año 100 del calendario cristiano, donde
acusa de volver a la gente “tonta de remate por no decir las cosas de la vida
tal y como son”. Pero cada día es más difícil que la atención se mantenga en
textos largos, libros intensos, extensas conversaciones o imágenes analíticas
porque hemos construido una comunicación basada en brevísimos ítems que solo te
piden segundos de atención, lapsos de tiempo tan cortos que no solo no invitan a
la reflexión sino que la espantan. Lo cual se lo pone muy difícil a la
comprensión y a la relación y, por lo
tanto, al conocimiento. La extensión de un texto y el tamaño de un libro,
pueden amedrentar a lectores y lectoras sin hábito. Si te cae en un pie, te lo
rompe. Sin embargo, si te cae en el entendimiento y en el corazón, te los
expanden. Te hacen mejor.
Creo que fue Bohumil Hrabal (el de
Trenes rigurosamente vigilados y Una soledad demasiado ruidosa) quien
escribió que “Los inquisidores queman libros en vano”, una tétrica obsesión del
poder, habitual en la historia, y que hoy no necesita de fuego, ni montones en
las plazas públicas, ni aquelarres anti libertad de expresión. Hoy tienen otros
instrumentos de eliminación de la letra impresa (o pdfs descargados) en páginas
capaces de llevarte lejos. Tienen la contraedición de basura promocionada en la
tele, tienen el premio social al botarate y el castigo al pensante, tienen el
malestar contra el sistema cultural, tienen la cultura de masas (que no tiene
nada que ver con la cultura popular), tienen el desprestigio del hecho cultural, tienen
la eliminación en los medios masivos de algo parecido a la literatura. Y tienen
la lógica empresarial que rige casi siempre la vida de la gente y las
sociedades y que rige también una “cultura que se legitima en función de su rentabilidad
y de su presencia anestésica en los mostradores” en palabras de la genial
novelista Marta Sanz en su fascinante librito sobre literatura y política que
llamó No tan Incendiario. Pero también
es en vano. Es doloroso pero en vano, como también decía Hrabal, porque “el libro
siempre indica un camino que va más allá de sí mismo”. Siempre deja su marca,
son señales que indican caminos posibles, conforma una visión del mundo, un
espacio sentimental y una puerta a otras realidades. Y, por lo tanto y al mismo
tiempo, también es el freno a la estulticia y el puente que abres para
abandonar la tristeza, el desconocimiento y la abotarguéz vital en la que
estabas. Es su poder de llevarte lejos.
Una vez glosé la gran literatura con
preguntas retóricas del tipo “¿Qué sería del amor sin Anna Karennina o del
dolor sin Aureliano Buendía?” Hoy me autocorrijo y me respondo: lo mismo.
Sufrimos y amamos sin interferencia de las letras o de las experiencias ajenas
o anteriores. Pero lo que Karennina y Buendía nos enseñan, además de ofrecernos
el placer de dos de las más intensas historias del mundo, es la capacidad de
hacer perdurar la experiencia en el tiempo y de aprender a gestionar, gozar
más, contándolo y contándonoslo, el amor y el dolor. Nos da la posibilidad de
crecer con ambas experiencias, de superarnos más allá del instinto, nos da el
poder de la comprensión del punto de vista y la experiencia ajena y la suerte
de entender que tu vivencia personal no puede convertirse en ley universal, que
hay tantas miradas como ojos y tantas experiencias como poros.
“Queremos ser los poetas de nuestra vida y, en
primer término, de lo más pequeño y cotidiano” escribe Nietzsche en La Gaya Ciencia. “¿Hay alguien que pueda
decirme quién soy?” pregunta desesperado el Rey
Lear. Podríamos responderles con un verso de mi adorada Emily Dickinson: “Vivo
en la posibilidad”. Es decir, mientras podamos leer y escribir, y saber que
estamos leyendo y escribiendo, todo sigue siendo posible.
*Publicado en El Periódico de Aragón el 23.04.2014
*Publicado en El Periódico de Aragón el 23.04.2014