domingo, 27 de abril de 2014

840 euros*

“Una mierda. Pero que me dure porque si no… Yo hago muchas horas que no se pagan porque son necesidades de la empresa. Lo de las horas de salida, un poco como siempre, estiras, un cliente tardano, la caja, que te llama el jefe de sección a última hora y te pide algo, y claro, tú lo haces”. Los 40 minutos de más no se los quita nadie. Nunca sabe exactamente cual va a ser realmente su horario, así que eso de conciliar vida familiar y laboral se ha quedado en muchos casos para la función pública y algún privilegiado. Es una moderna formulación de lo que debería ser un derecho básico pero que se quedo en el olvido de la modernidad nada más nacer y antes de que las empresas debieran ponerlo en práctica de veras: “hombre no, estudiar y añadir una actividad estable, no, es difícil, mis turnos son cambiantes y sin hora fija, un poco follón. Y los festivos no se cobran como festivos, no. Once al año van incluidos en mis 840 € mensuales que a veces son 870 y otros 820. Nooo, que va, nunca llego a los 12.000 anuales”. Son esos festivos tan del gusto de tanta gente a quienes resulta imprescindible comprarse una camisa o unas zapatillas justo en domingo o basan su ocio en ver los escaparates. “Y claro, los que somos padres y madres temblamos porque con eso no mantienes a tus crios si en tu casa no hay más ingresos”. Y en la suya los hay por poco tiempo y en precario: 400€ de desempleo de su pareja que también trabajaba en el comercio y se le aplicaba el mismo convenio de grandes almacenes, firmado en enero de 2013 por FETICO y rechazado por los demás sindicatos, y que afecta en Aragón a algo más de 4.000 personas. Pero ya no. Es una de la víctimas de una crisis que no es tal cosa sino el nuevo modelo económico y social impuesto en España y en la Europa neoliberal y azulada de los últimos tiempos.
Están alquilados. 70m2 en Las Delicias, Zaragoza, 450 € al mes. Él debe ir a trabajar en coche, así que suman el mantenimiento, los seguros, impuesto de circulación y el combustible. Sonríen si les hablas de pobreza energética ahora que ha terminado el verano y los días son más largos. “La pobreza es pobreza, energética o alimentaria”. Lo dice ella, su pareja, la filóloga de la familia. “Pero claro que hemos sido más románticos que nunca, en penumbra, por no gastar. Y nos hemos querido más, juntitos los cuatro en el sofá con una manta para racionar la calefacción que apenas hemos puesto”.
El caso de ella es paradigmático. “Se me quitaron de encima porque la ley se lo permite. Y mis ex compañeros, por cierto, jamás dijeron nada en contra de las condiciones en las que se trabaja. Yo tampoco, es verdad, me daba miedo dar la cara. Pero ahora creo que hay que darla porque igual he acabado en la calle a mi edad”. Tiene un compañero que lleva dos años con un contrato de 14 horas semanales para reforzar a varios de media jornada los cuales no pasan de 490€ al mes. Algunos de ellos rozando los 40 años.
“Cariño” –dijo él eufórico y con un tono en exceso agudo al llegar a casa- “que ya estamos saliendo. Saliendo de la crisis”. Ella le miró raro y con atención. “Oye, eso dicen”- insistió. Ella Intentó dilucidar si él quería torpemente ser irónico, se había vuelto idiota o venía a anunciarle que tenía un empleo nuevo y en condiciones levemente decentes. Pero no, esto último no podía ser. Ironía o estulticia. Pensemos que era ironía.  Son David y Gema pero pueden ser cualquiera.
 
*Imagen: @latiradePostigo para El Periódico de Aragón
* Publicado el 27.04.14 en El Periódico de Aragón

martes, 22 de abril de 2014

Leer novelas (y versos)*

Las novelas son la mayor fuente de conocimiento del mundo. Incluso los avances científicos encuentran pistas y sugerencias, y alumbran caminos de las investigaciones porque los objetivos fueron ya soñados antes y escritos en un cuento, en una novela o en un par de versos. Sin imaginación no hay conocimiento, lo que quieras crear o comprobar, deberá haber sido antes imaginado.
Una de las terribles consecuencias, puede que no del todo valorada, del desprecio literario de la mayoría en un país en el que el 58% declara no leer nunca nada es el modo en que hacemos uso del lenguaje. Destrozado, reducido y pervertido por su falta de uso hasta el punto en que se dificulta la comunicación de todo tipo (política, sentimental, personal y de convivencia) con quien no es capaz de entender el significado real de las palabras pese a sus títulos de la escuela básica obligatoria, reducida por momentos a la creación del productor barato que el sistema necesita. Esta queja dolorida ya la expresaba Petronio al comienzo de su Satiricón, presumiblemente escrito en torno al año 100 del calendario cristiano, donde acusa de volver a la gente “tonta de remate por no decir las cosas de la vida tal y como son”. Pero cada día es más difícil que la atención se mantenga en textos largos, libros intensos, extensas conversaciones o imágenes analíticas porque hemos construido una comunicación basada en brevísimos ítems que solo te piden segundos de atención, lapsos de tiempo tan cortos que no solo no invitan a la reflexión sino que la espantan. Lo cual se lo pone muy difícil a la comprensión y a la relación y,  por lo tanto, al conocimiento. La extensión de un texto y el tamaño de un libro, pueden amedrentar a lectores y lectoras sin hábito. Si te cae en un pie, te lo rompe. Sin embargo, si te cae en el entendimiento y en el corazón, te los expanden. Te hacen mejor.
Creo que fue Bohumil Hrabal (el de Trenes rigurosamente vigilados y Una soledad demasiado ruidosa) quien escribió que “Los inquisidores queman libros en vano”, una tétrica obsesión del poder, habitual en la historia, y que hoy no necesita de fuego, ni montones en las plazas públicas, ni aquelarres anti libertad de expresión. Hoy tienen otros instrumentos de eliminación de la letra impresa (o pdfs descargados) en páginas capaces de llevarte lejos. Tienen la contraedición de basura promocionada en la tele, tienen el premio social al botarate y el castigo al pensante, tienen el malestar contra el sistema cultural, tienen la cultura de masas (que no tiene nada que ver con la cultura popular), tienen el desprestigio del hecho cultural, tienen la eliminación en los medios masivos de algo parecido a la literatura. Y tienen la lógica empresarial que rige casi siempre la vida de la gente y las sociedades y que rige también una “cultura que se legitima en función de su rentabilidad y de su presencia anestésica en los mostradores” en palabras de la genial novelista Marta Sanz en su fascinante librito sobre literatura y política que llamó No tan Incendiario. Pero también es en vano. Es doloroso pero en vano, como también decía Hrabal, porque “el libro siempre indica un camino que va más allá de sí mismo”. Siempre deja su marca, son señales que indican caminos posibles, conforma una visión del mundo, un espacio sentimental y una puerta a otras realidades. Y, por lo tanto y al mismo tiempo, también es el freno a la estulticia y el puente que abres para abandonar la tristeza, el desconocimiento y la abotarguéz vital en la que estabas. Es su poder de llevarte lejos.
Una vez glosé la gran literatura con preguntas retóricas del tipo “¿Qué sería del amor sin Anna Karennina o del dolor sin Aureliano Buendía?” Hoy me autocorrijo y me respondo: lo mismo. Sufrimos y amamos sin interferencia de las letras o de las experiencias ajenas o anteriores. Pero lo que Karennina y Buendía nos enseñan, además de ofrecernos el placer de dos de las más intensas historias del mundo, es la capacidad de hacer perdurar la experiencia en el tiempo y de aprender a gestionar, gozar más, contándolo y contándonoslo, el amor y el dolor. Nos da la posibilidad de crecer con ambas experiencias, de superarnos más allá del instinto, nos da el poder de la comprensión del punto de vista y la experiencia ajena y la suerte de entender que tu vivencia personal no puede convertirse en ley universal, que hay tantas miradas como ojos y tantas experiencias como poros.
“Queremos ser los poetas de nuestra vida y, en primer término, de lo más pequeño y cotidiano” escribe Nietzsche en La Gaya Ciencia. “¿Hay alguien que pueda decirme quién soy?” pregunta desesperado el Rey Lear. Podríamos responderles con un verso de mi adorada Emily Dickinson: “Vivo en la posibilidad”. Es decir, mientras podamos leer y escribir, y saber que estamos leyendo y escribiendo, todo sigue siendo posible.
*Publicado en El Periódico de Aragón el 23.04.2014
 
Foto extraida de Bloggorium.com

domingo, 13 de abril de 2014

El Conocimiento*

Hay una perversa frase pronunciada el 21 de julio de 2007 por la aún ministra de economía de Nicolas Sarkozy, justificando recortes educativos y nuevas exigencias laborales. Dijo Christine Lagarde: “Piensa menos, trabaja más (…) En nuestras bibliotecas tenemos bastante para pasarnos siglos hablando”. A esta espeluznante ministra luego la premiaron nombrándola jefa del FMI y es la que semana si, semana también, declara públicamente que Europa necesita bajar los sueldos, recortar servicios, adelgazar el estado y trabajar más. Ella cobra 35mil€ mensuales. Pero su frase contra el conocimiento y a favor del trabajo barato puede pronunciarla cualquiera de nuestros (i)responsables políticos de hoy del lado neoliberal (no solo están en el PP).  Con sus palabras dicen: calidad, apoyo, prioridad, formación. Con sus hechos perpetran abandono y una decidida apuesta por la venenosa filosofía que destilan las palabras de Lagarde.
La última reforma educativa, los recortes de las políticas que aseguran cierta igualdad en el acceso a la educación y las nuevas políticas laborales tienen un solo objetivo: cambio de modelo supuestamente productivo al servicio del mercado. Solo que el mercado es un estrepitoso fracaso y deja muchas víctimas en el camino.
Un problema de modelo que es, de fondo, un asunto ideológico. ¿Cuál es el valor social del conocimiento? No tiene una respuesta fácil porque no servirá si las palabras no incluyen voluntad política y dinero suficiente.
El acto intelectual tiene poco prestigio. Si preguntamos por los hacedores de la cultura y la cultura misma, a la mayoría le salen poco más que el nombre de actores que ven en tv o de un escritor televisivo que es entrevistado por razones no literarias. Y eso es porque no se valora el conocimiento. Hay excepciones: la investigación médica, la búsqueda de vacunas y la ciencia espacial, pero no reflejan un verdadero sentir social por el saber. Y los presupuestos públicos de esos tres ejemplos de excepción hoy han sido suprimidos o reducidos a su mínima expresión. Y las aportaciones privadas en España son para intereses privados porque nadie entiende que uno deba aportar a la comunidad sin esperar nada más que beneficios en la comunidad. El nosotros que maximiza el yo contraviniendo el axioma de Adam Smith. Hace unas semanas, una directiva “modélica moderna y joven”, alabada por el propio FMI, dijo en ZGZ ante un foro de innovación que a ella le gustaban “los ingenieros porque el conocimiento ya está en google”. ¿Les parece suficiente ejemplo?
¿De qué otro modo se entiende sino, el lamentable estado de la Universidad de Zaragoza, sus maltrechos edificios, su subida de tasas, su deuda, su parón en la investigación….? Las preguntas de nuevo son: qué universidad, para qué, para quién, cuánto y cómo. La Universidad es, a pesar de todo, la cuna de nuestro conocimiento público. El lugar al que las instituciones, las empresas, los partidos, las Cortes, los periodistas, deben acudir en busca del saber. Un tanque de pensamiento, ciencia e investigación públicos y universales al que dotar de recursos materiales y en el que asegurar calidad. No lo hacemos. ¿Por qué? ¿Un asunto ideológico?
* Publicado el 13.14.14 en El Periódico de Aragón
Foto: Universidad Politécnica de Madrid

martes, 1 de abril de 2014

Bajo la piel, de Michel Faber (Anagrama,2000)

Isserly recorre las carreteras escocesas en su coche y caza ejemplares masculinos atractivos, poderosos, fornidos que hacen autostop. A ser posible a los que nadie espere en ningún lugar porque viven en soledad. Ellos se creen seguros. Ella, rara, extraño espécimen de cuerpo seco pero pechos turgentes, solo cumple con su misión. ¿Cuál? La misma que  la mayoría de los humanos considera lógica, normal y saludable. Pero ¿es todo eso su misión? Ella cree que sí y tampoco tiene mucha más opción pero siempre hay un pero. En su caso, en forma de visita de un humano de clase social superior, rico, elegante, aparentemente ocioso, y destinado a un fin que no piensa asumir. Le abrirá los ojos a una situación que llevaba tiempo negándose a ver.
¿Cuál es el misterio que acorrala a Isserley en una vida no escogida y para la que ha sufrido tanto, tanto se ha transformado, y para la que han designado en una sucia trama de poder social que define su mundo y el nuestro? ¿Es todo un asunto de comida?
En realidad, la novela de Faber juega a trasponer el lugar que ocupamos en el mundo con aquello que a nuestros ojos son diferentes, inferiores o despreciables y con los que nos comportamos con absoluta crueldad o desprecio, y mediante paradigmas de beneficio e interés. Aquellos a los que llamamos animales y para los que nosotros somos solo animales.
No es solamente una brillante metáfora del especifísmo y la exclusión social, sino también sobre la lógica empresarial del beneficio material directo que rige el sistema y la vida de la comunidad y de los individuos.  Un reflejo del absurdo capitalismo y el clasismo, asumido como lógico e insustituible, y las clases sociales y el juego del poder que aceptamos sin rechistar.
Y hay un concepto al final de la historia que actúa en la conciencia de Isserley como un aldabonazo que primero no quiere asumir, que luego asimila y que después se convierte en material para la acción, una acción desesperada y seguramente una de las pocas posibles para una liberación individual en esta historia. Se llama piedad. La oye donde no quiere oírla. Y se la ofrecen cuando no la puede aceptar.  Y demostrará (no a Isserley, sino a quien lea la novela) que no existen ni soluciones ni salidas individuales a los problemas y conflictos que no son individuales, que si los problemas son colectivos, las soluciones efectivas también han de serlo.
Bajo la piel es una novela que todo ser humano debería leer si ha tenido alguna vez la sensación de que algo no esta bien con el resto de animales no humanos.
Michel Faber escribió luego Pétalo carmesí, Flor blanca (Anagrama 2004), una extraordinaria novela sobre el poder de unas personas sobre otras, sus necesidades y anhelos, sus prejuicios y las armas sentimentales a su alcance.