Hace décadas, (en los últimos 80´s) la
primera vez que yo pude intentar tomar alguna decisión en un programa de radio,
cree un espacio radiofónico semanal llamado “Los Ojos de Elena”, junto a un
entonces joven poeta que bautizó así el espacio por su novia de entonces y los
versos que le había dedicado en un panfleto grapado y distribuido por él mismo
en los pasillos de su instituto, del mío y en los bares. En aquellos años, se “editaba”
uno así, y resultaba el colmo de la elegancia si conseguías poner tapas de
cartulina a tu publicación. Pero no importaba. Lo que importaba era que un
joven de 16 años se atrevía escribir versos y mostrarlos en público, a proferir
sus gustos poéticos y a leer versos propios y ajenos en antena y a mantener
acaloradas, y a menudo incompresibles, discusiones sobre poesía. Hacía falta
interés y amor a los versos (y un poco de valor para ir a contracorriente de tu
época, tu generación y tus mayorías, pero eso siempre se nos da muy bien a
algunos) para defender y mantener en antena, en una radio comercial atorada de
publicidad, rancios prejuicios y "éxitos musicales” fabricados, un espacio como
aquél. El poeta era Josema Carrasco (tengo su permiso para citarlo), hoy ilustrador de oficio, buscando con imágenes
gráficas la misma provocación que buscaba entonces con los poemas.
Pero el caso es que duró dos años y
cuando, años después, dirigí mi propio programa diario, ya en SER-Aragón,
convertí ese amor por la poesía en la lectura de varios versos diarios, con su
título y su autoría, después de la una de la tarde. Entre el boletín
informativo y una larga entrevista, y justo antes de unos compases de eso que
llaman música clásica, otro atrevimiento. Un atrevimiento que mi comprensivo jefe
nunca entendió ni compartió pero siempre respetó como una de mis locuras de “agitador
de éxito” según sus palabras.
Esos tres minutos diarios dedicados a
leer poemas en voz de dos maravillosas compañeras, hoy también en otras tareas lejos
de la radio, generó pronto una especie de admiración entre quienes recibían la
poesía con aclamaciones, y una sorpresa nunca superada entre quienes
consideraban una estupidez o una horterada o una decisión fuera de sitio,
semejante cosa. Pero incluso entre quienes no admiraban el poder de los versos
bien dichos, se corrió, creo, una especie de respeto por los poetas y la poesía
teñidos de incomprensión ante ese uso de las palabras.
Nunca ya he vivido sin versos. Los de
otros. Y leo y escucho y declamo (sin rimbombancias ni gestos de moribundo) en un
escenario o en un bar siempre que puedo.
Supongo que ahí reside el valor de los
versos: en su poder de epatar, sorprender, impactar o desequilibrar a quien los
oye. A veces incluso de apaciguar, pero este no es el fundamento de la poesía
como no lo es de la música; si no agita tus emociones, es que algo falla. Sí puede
ser, en mi opinión, clarividente. O política. O militante. O procaz.
O guarra. O soez. O clara y liberadora. O lacónica. O avezada. O inquietante. O reveladora.
O confusa. O romántica. No soporto que sea meliflua, relamida, traicionera, trompetera
(que suene como una aclamación patriótica) fácil, redicha, efectista o pura
pirotecnia demodé. También
puede ser crónica de la vida real o de los sueños. Puede ser expresión de
pensamientos avanzados o reflejo de lucidez o locura.
De un modo arrebatado, no sé si arrebato
de locura o de lucidez, Emily Dickinson
escribe: Mucha locura es divina cordura
para una mirada sagaz. Mucha cordura, la más rematada locura. En esto, como en
todo, prevalece la mayoría. Asiente y te consideraran cuerdo. Disiente, y de
inmediato serás peligroso y atado con cadenas. Pensamientos similares han
escrito muchos otros poetas y filósofos (y poetisas y filósofas aunque con evidente
punto de vista distinto derivado de su marginal papel social y el hecho de ser
víctimas del patriarcado) pero seguramente no con la contundencia y la hermosura
que estos versos ofrecen.
Así que el día en que oigo a alguien
con normalidad, sin gestos relamidos y forzados de declamante cutre, hablar de
poesía, ver que la lee, o que la cita o que la escribe o la edita o la rapea, o la compra
y la vende en una librería (tan abandonadas ellas y tan escasas de versos), o la oye porque hay canciones cuyas letras son poemas sublimes, o
la roba o la toma prestada en una biblioteca pública (tan abandonadas ellas y
tan escasas de versos) siento (no creo porque los ateos no creemos) que aún
sirve como instrumento vital y que en los humanos queda restos de esperanza. Y
si no, también siento lo mismo, porque hay muchos humanos formidables que
(aún) no han sentido un verso en su vida, y muchos poetas verdaderos cabrones.
La poesía también te enseña cinismo.
Lo que aún no me ha enseñado es a olvidarme de ella.