lunes, 13 de julio de 2009

Paradiso, de José Lezama Lima (Alianza´83 y siguientes)



Lezama Lima (La Habana, 1910) es grande, oscuro, hermético, críptico y poeta. Y único. Hasta cuando escribió sus dos únicas novelas estaba siendo sólo un poeta a cuya escritura dio forma aparente de narración de hechos y pensamientos, pero ordenando las palabras y los conceptos que representaba como pura poesía abierta y descarada. Un mundo lleno de mitos y fantasías, erudito y más que personal, barroco, una demostración de su magistral dominio de la lengua española, para contar su propia infancia y juventud transformada en novela.
Lo de Lezama no es raro, pero es injusto. Un mago, como lo llamó el escritor y periodista cubano Manuel Pereira, adorado por grandes figuras de la literatura como Cortazar, Monsiváis o Várgas Llosa, pero inmenso desconocido por la gran mayoría que se asusta ante el personalísimo estilo de Lezama. Difícil pero, tan hermoso, donde lo menos esencial en su lectura es la comprensión racional de lo que dice.
De hecho, es posible que la primera vez que se lee Paradiso no se entienda nada. Nada de nada. Ese fue mi caso, pero desde la primera página de la historia de José Cemí y los cuidados de Baldovina (él mismo y su nodriza llamada Baldomera en realidad) con que comienza la novela, me agarró por dentro una especie de torrente desbordado y excesivo de palabras, de metáforas tan hermosas como difíciles, un rio de frases perfectas y alambicadas que, sin entender nada, lo sentí todo. Y aquel terrible verano zaragozano, con un clima tan destructor como el del desierto, terminé la novela tan sudado, alterado y emocionado, que volví sobre ella como en la doma de un caballo que siempre te va a vencer pero cuya emoción por cabalgarlo unos segundos resulta inolvidable. Y lleno de eso que se llamó, creo que él mismo y su ego tan grandioso como su peso, Ley Lezamiana del Azar concurrente.
Luego supe de unas frases de Lezama que explicaban el fenómeno y que él atribuía a los efectos de toda buena literatura y, supongo, que a la pintura y la arquitectura, de las que tanto escribió y tan bien conoció. Decía, más o menos, que lo importante de un libro no es la anécdota o la trama exacta, sino esa “arenilla que se nos queda adentro porque olvidar es también una forma de saber”.
Sin embargo ha tenido y tiene grandes homenajes populares que alientan su presencia en la memoria de lectores y lectoras que podrían atreverse con él. Entre otros, la veneración que Diego (Jorge Perugorría), el protagonista de la película cubana Fresa y Chocolate (Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, con guión de Senel Paz sobre uno de sus cuentos, 1993) siente por el poeta del que tiene una foto colgada en la pared de su cuarto de estar, la misma foto en blanco y negro de un orondo y maduro Lezama que ha ilustrado casi toda publicación de su obra. En la película, Diego homenajea a David (Vladimir Cruz) con un “banquete lezamiano”: una suerte de exceso gastronómico casi inacabable en la que están representadas por su comida todas las culturas, reina el barroquismo y la exuberancia, y cada plato, bandeja, ingrediente y aroma tiene una derivación filosófica o literaria.
Porque la increíble y desordenada erudición que exibió Lezama, impregna toda su obra. Es la erudición absoluta, la útil y la inútil, si es que esta última existe, y a eso se enfrenta quien se atreve con su lúcida y profunda poesía y quien se adentra en Paradiso o en su continuación, Oppiano Licario (Alianza y Bruguera en España), publicada en 1977 justo después de su muerte.
Otra pequeña referencia cinematográfica donde aparece Lezama como personaje es la deficiente y parcial película de Julian Snable, Antes que anochezca, basada en la maravillosa novela de Reynaldo Arenas. Ahí se ve a Lezama en su estudio pronunciando frases poco apropiadas a su leyenda.
Hoy en La Habana se puede ver la casa de Trocadero 162 donde vivió y murió Lezama Lima, excepto un par de meses de su vida que viajó a México y Santiago de Cuba. Está en el barrio de Colón, un bajo admirable donde aún puede uno imaginar su atmósfera vital y sus manías, su biblioteca, su colección de ceniceros de cristal y su obsesión por andar rodeado de peste a tabaco y con la ropa llena de manchas y quemaduras de su propia ceniza.
Cortázar dijo de Paradiso: “una obra así no se lee; se la consulta, se avanza por ella línea a línea, jugo a jugo, es una participación intelectual y sensible tan tensa y vehemente como la que desde esas líneas y esos jugos, nos busca y nos revela”.
Pues eso.