Los autobuses de Zaragoza eran verdes
y los iban a pintar de rojo. Lo dijo un vecino sentado en una sofá amarillo de
casa de mis padres en medio de una conversación que no recuerdo porque a mis siete
años supongo que no me importaba nada. Sé que era hora de café, no sé que
respondió mi madre, sé que el vecino dijo que empezarían a verse en una semana,
no sé como siguió la conversación, y sé que ahí empezó todo.
Todo es mi oficio: contar, preguntar,
saber, indagar, y buscar quien, qué y por qué. Y, convenientemente, cómo, cuando
y donde. Las seis preguntas básicas que grabaría a fuego en mi cabeza. A mí me
sorprendió que pudiera afirmarse con tanta seguridad un hecho para mi
misterioso porque ese hombre no conducía autobuses ni los limpiaba de noche.
Sin embargo, no había duda en sus palabras. Yo esperé inquieto hasta su marcha
y cuando se fue, ocupe el sofá que él había dejado arrugado y caliente y
pregunté:
-
Mamá,
¿cómo sabe él que los autobuses serán rojos?
-
Lo
han dicho en la radio. Y lo ha visto en el periódico del bar.
Dijo visto, no leído. Pero a mí se me
revelaron las claves de la vida. En la radio, además de poner las canciones que
devoraba todo el día, sabían esas cosas. Y en el periódico, que en casa solo compraba
mi padre los domingos, también. Así que eso era lo que yo tenía que hacer para saberlo
todo, la radio y el periódico (ni se me pasó por la cabeza pensar que había
varios diarios y varias emisoras). Una revelación inmensa por cuanto definió ya
mi vida y porque nunca antes la curiosidad había sido tan definitoria.
Yo no podría estudiar ni viajar fuera
hasta que fuera un adulto muchos años después, porque entonces, como ahora,
eran cosas vedadas a la gente con dinero y no a los hijos de los obreros de mi barrio, y empecé en el oficio con diecisiete
años y el empeño con que un naufrago hace señales a un barco en el horizonte. Pero
creo que ese fue el instante en que el periodismo deposito en mí su veneno. Para siempre.