jueves, 30 de mayo de 2013

Hablaban de 2013!! Es ahora!!


 
Todas las novelas sobre distopías que he leído en mi vida hablaban de hoy. Quienes las firmaron no lo sabían. Nosotros tampoco. Pero muchos de los horrores que imaginaron esas novelas, comportamientos extendidos y actitudes de los estados, son una realidad. Tres títulos revelan esta sensación y cumplen como ejemplos perfectos.
En Globalia, (Jean-Cristophe Rufin. Anagrama, 2005 en español) se desmenuzan los resortes de la oligárquica democracia neoliberal. La llaman así y no lo es. Aún no decíamos en las calles Democracia real ya!, pero el concepto existía. En el mundo que narra la novela se ha impuesto una uniformadora y teórica democracia universal donde reina el consumismo real o aspirado. Todo explicado por el poder reinante con un metalenguaje que define su régimen como ecologista, inventa un terrorismo que no existe, alienta un enemigo, ha convertido la cirugía estética en un derecho absoluto porque reina la imagen y la idiocia mental y han dividido el mundo en dos: aquí y las zonas no seguras, nosotros y ellos. Y todo transmitido continuamente por las pantallas obligatórias y omnipresentes y en un cacharríto llamado multifunción (no sé si les suena). Por supuesto la libertad es una palabra sagrada, pero solo es una palabra, y la reflexión y el viejo saber crítico se convertirán en el camino para salir fuera y combatir. Porque siempre sí, se puede.
 El régimen que refleja Globalia, sobrepasado en algunos aspectos por la realidad en apenas ocho años, tiene similitudes con la gran novela distópica por excelencia: 1984 firmada por George Orwell en 1949. Antes, Rebelión en la Granja nos descubrió el mismo metalenguaje que también usara Goebbels y que tan bien le vino al nazismo y al estalinismo y tan mal a la humanidad. Una práctica desvergonzada e insultante y muy cotidiana hoy en los gobiernos y poderes amplificada luego mediáticamente: eslóganes alienantes, manipulación del lenguaje, mentiras santificadas, verdades prohibidas, medios dirigidos y aniquilación de la memoria rellenada, en el caso de que alguien notara su ausencia, con hechos que nunca sucedieron así o, directamente, que nunca sucedieron.
Orwell ya nos costó en sus historias que lo importante no son las etiquetas, tan del gusto del metalenguaje y la manipulación mediática, sino lo que se haga en su nombre y las consecuencias que eso traiga.
En ambos autores la tecnología, que puede liberarte o atarte, juega un papel fundamental. Un papel sólo defenido por la actitud individual de los usuarios de esta tecnología: los ciudadanos y ciudadanas de modo particular y en red, y por el consentimiento que esta misma ciudadanía que no ejerce como tal, otorga al poder del estado o al aún más global y determinante que es el poder financiero. Este es el poder real que maneja al aparente poder elegido porque no hay un poder social o ciudadano que los contrarreste y que no ha asumido que los consumidores cambiamos ya más las cosas que los productores.
En un comentario del novelista estadounidense Thomas Pynchon sobre 1984, escrito en 2003, se refiere al juego de hacer listas sobre las cosas y predicciones en las que Orwell acertó o se equivocó. Dice Pynchon: “las predicciones específicas no son más que detalles al fín y al cabo. Lo que tal vez sea más importante (…) es poder penetrar con más profundidad que la mayoría de nosotros en el alma humana”. Esa es la clave. Esa y el aprendizaje.  Pynchon continúa: “quien nos preocupa es (el personaje de) Julia que cree hasta el último minuto que es posible derrotar al régimen: Pueden obligarte a decir cualquier cosa pero no a que lo creas, no se pueden meter en tu cabeza. Pobrecita, eso es justamente lo que hacen. Y así vencen”. Otra vez metalenguaje y metapensamiento y no-pensamiento.

En El año del diluvio (Bruguera 2010, en español) Margaret Atwood, teoriza en la ficción sobre el año 2025 tras lo que llama el Diluvio Seco, una pandemia atroz que arrasó el mundo conocido y sobre cómo fueron y qué hicimos en los años que le precedieron. El mundo ya era irrespirable. En esta brillante novela el poder global ha sido entregado a Las Corporaciones, un entramado de grandes grupos empresariales privados que se guían por la lógica del beneficio y que prometieron eficacia y seguridad y se hicieron con todo el poder y el control de todo pensamiento y la gestión de todo lo que produce beneficios. Así el mundo quedó dividido entre la gente de las corporaciones y la gente sin nada. Y en el centro de una brutal violencia física, están quienes soportan la ficción de un equilibrio precario y creen creer los mensajes oficiales y el discurso de la todopoderosa industria farmacéutica que parece haber ocupado el papel de los dioses. Hay una guerra declarada entre multitud de sectas y religiones en un sistema que habla de la libertad y el respeto a toda creencia. Y los barrios se separan por clases sociales, mafias, guerrillas, bandas y muros, tan inútiles como brutales. Se vive en la opulencia, la miseria y la corrupción, y el deseo de mejorar y la posibilidad de progreso han quedado proscritos en la mente humana. El consumo triunfa pero no hay para todos. Ni siquiera para que el planeta se equilibre a sí mismo. Lo cuentan dos mujeres, Toby y Ren, supervivientes del desastre, con biografías distintas, ambas interesadas ex miembros de Los Jardineros de Dios tras vidas de explotación, y ambas a punto de empezar una vida nueva.
Hay un modo optimista de ver el acierto o el equivoco de los futuros que planteaban estas y otras novelas sobre distopías, desde luego. Es el positivismo a veces salvífico, otras estúpido, a menudo puro despiste. De él habla Eduard Punset en Viaje al Optimismo, citando a un amigo suyo según el cual la violencia “está descendiendo rápidamente en el mundo y aumentando las acciones de solidaridad, la empatía entre humanos y las muestras de colaboración”. Somos aún víctimas, por lo visto, de viejas percepciones que nos enseñó el pasado pero que ya no son reales. El siglo XXI ha empezado en forma de desastre, pero el XX fue peor. El XX tuvo los fascismos, las dos guerras llamadas mundiales, el nazismo, el estalinismo… pero el XIX fue peor. En el XIX la humanidad vivía en sistemas políticos y económicos post medievales, la democracia era una quimera (aún más que ahora), la lucha de las mujeres, objeto de risa y represión… Esa es su teoría. Quizá solo sea una cuestión de cantidad, de cuantos empujamos a un lado y cuantos a otro (sabiéndolo o no).
Del absurdo del poder que consentimos ya habló Kafka. Es el modo en que hoy decimos orwelliano o kafkiano (como decimos surrealista) sin tener a menudo ni idea de lo que significan estos términos.